Una madre recuerda cierto día de verano cuando su
hijo de nueve años y un amigo sacaban de la nevera una botella de jugo.
Esa mañana ella había invertido horas limpiando, encerando y dándole
brillo al piso de la cocina, y les dijo a los chicos que tuvieran
cuidado de no derramar nada. Los chicos se esforzaron tanto por ser
cuidadosos, que accidentalmente chocaron con la canasta de huevos que
había en la puerta de la nevera, y regaron huevos en el piso.
Los ojos de los muchachos se abrieron alarmados cuando la madre estalló enojadísima.
-¡Váyanse de aquí, ahora! -gritó ella mientras los muchachos se dirigían hacia la puerta.
Cuando hubo terminado de limpiar ya se había calmado.
Para hacer las paces, colocó una bandeja de galletitas sobre la mesa
junto con la botella de jugo y unos vasos.
Pero cuando llamó a los chicos, no hubo respuesta
alguna. Se habían ido a jugar a otro lugar, en algún otro sitio donde su
enfurecida voz no los alcanzara.
A veces nos olvidamos lo devastadoras que puedes ser
nuestras palabras. La ira nos separa de los que amamos. Quebranta la
relación íntima que todos nosotros deseamos compartir con nuestras
familias.
Pide a Dios que te ayude a mantener control sobre la ira.
Un traje se remienda con facilidad, pero las palabras fuertes hieren el corazón de un niño.
Proverbios 29:22
El hombre iracundo levanta contiendas,
y el furioso muchas veces peca.
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